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Historias del lejano oeste


Es imposible olvidar la adicción  que en nuestra juventud,  manteníamos   por las revistas y películas relacionadas  con  los pistoleros  del oeste. Ir al teatro para ver a John Wayne, a Trinity, a “Django el despiadado”,” El bueno, el malo y el feo” o “Por unos dólares más”, era realmente  apasionante. 

Las escenas se desarrollaban más o menos así:
A plena luz del día, en un caluroso y soleado pueblo de vaqueros y en donde  reinaba una tranquilidad amenazante, aparecía de repente un pistolero alto y  bronceado como el color del desierto, con el ribete de su sombrero de ala ancha, sudoroso y estropeado por el sol,  dejando  entrever unos ojos azules, fríos y certeros, que lo observaban todo.

Las chapuzas de los revólveres  atadas a sus muslos por cinchas de cuero mientras  el  personaje se desplazaba  lentamente por  la calle con  sus manos que  colgaban prestas a sus costados.

Muchas miradas lo seguían a través de las rendijas de las  puertas y ventanas y en un establo cercano, un caballo que esperaba ser herrado, relinchaba  impaciente, mientras la cálida brisa jugueteaba  con el polvo.

Alguna puerta se cerraba intempestivamente, rompiendo el silencio.

Luego aparecía otro hombre que caminaba arrogante  hacia el pistolero, y como él, también llevaba pistolas al cinto, se aproximaba,  se detenía  y mediante un momento que parecía  infinito, los dos se miraban en absoluto y tenso silencio.

Las manos de ambos, en rápido reflejo, se movían  hacia las culatas de sus revólveres, el estruendo de las  Colt 45,  desordenaban la quietud y todo volvía  a quedar en suspenso.

Cuando la escena continuaba, el pistolero seguía caminando, erguido, indemne, sin un rasguño, mientras que su oponente se debatía  lentamente entre la vida o la muerte.

Hombres y mujeres inundaban la acera y sobrecogidos miraban de soslayo  al asesino, quien con toda calma, incluso con apatía, enfundaba  su revólver y se alejaba de la escena. Los demás se agolpaban sobre la víctima, que moría, después de dos o tres bruscos estertores. 

Pues, estas proyecciones no eran ficción, eran el fiel reflejo, de cómo se vivía  en las polvorientas calles de muchos poblados, por las que caminaban transeúntes campechanos, la mayoría de ellos, excombatientes de la guerra civil.

Coches tirados por caballos,  casas  unidas entre sí por barandillas y pasadizos de madera, negocios como la “Barber Shop” barbería, “El Salóon”, lo que llamamos popularmente “El Café” o “Garito de Juegos”,”The Farmacy” o farmacia, el pequeño Hotel, el Banco, El Almacén y la Herrería, se constituían como un escenario perfecto, para un filme que parecía de ficción, pero no era así, eran reales.

Estos eran los típicos pueblos norteamericanos que existían en California, Nevada, Colorado, Montana, Texas, Arizona  y Nuevo México, por el año de 1848, en pleno siglo diecinueve.

Los veteranos de la guerra civil americana, se habían quedado sin empleo, inadaptados para conseguir la paz, huérfanos, abandonados a su suerte, gentes sin ley, que vivieron en un tiempo, en que las armas circulaban sin control.

Eran semi-analfabetos y se habían hecho  expertos en el manejo del revólver, el rifle y el cuchillo.

Al oeste de California en la costa pacífica, apareció de modo impresionante,  “LA FIEBRE DEL ORO”  y allí acudieron multitudes de personas para su explotación, desde honrados hombres, hasta una numerosa caterva de aventureros, malhechores, forajidos, asesinos y ladrones.

La mayoría de estos, fracasaron en las minas y eligieron la delincuencia como forma de vida, ejerciendo desde el común robo de ganado hasta el asalto a las diligencias que transportaban el oro de los mineros.

Estos rescoldos de la guerra, generaron en estos poblados, paraísos de impunidad, los cuales una década después, se fueron acabando gracias a que el gobierno  federal,  fue consolidando y a la vez restaurando,  el imperio de la ley.

En estos pueblos, la sociedad de la época era tremendamente confusa, sus miembros eran egoístas, cuando no, mentirosos compulsivos, que miraban a sus víctimas, no como seres humanos, sino como estorbos en su camino y a los que había que apartar sin contemplaciones.

Eran gente solitaria que  venía  de ninguna parte, por lo tanto rudos y de muy  mal  carácter.
A muchos los emplearon como “COWBOYS”, vaqueros  que atendían el ganado durante grandes travesías y de paso debían defender su propiedad.

La nobleza no tenía asidero en el lejano oeste, aunque hubo algunas manifestaciones, especialmente, cuando algunos protagonistas además de revólver, llevaban placa.

Como no existía límite entre el orden y la anarquía, muchos forajidos terminaban como agentes de la ley y viceversa.

Los escritores,  fabricantes de mitos elevaban a estos pistoleros  a la categoría de héroes y muchos de estos,  quedaron registrados, como personajes tristemente célebres, en  la historia del oeste americano.

Los tiroteos, duelos y escaramuzas que estos hombres ocasionaban, dejaron  leyendas escritas con un revólver en la mano.

Como legendarios pistoleros, figuran, Billy el niño, John Wesley, los hermanos James, Dalton y Younger, Cassidy, Doc Holiday, Pat Garret, Wyatt Earp, Wild Bill y muchos más.

Existió un personaje llamado Ben Thompson, que llegó a ser considerado como la mejor pistola del oeste, vivió solamente 41 años (1843-1884).

Había sido oficial de caballería del ejército confederado, agente secreto infiltrado en las líneas unionistas, oficial en el ejército mexicano y se había destacado en las guerras con los indios.

El sheriff Bat Masterson, que lo conoció muy bien, llegó a escribir: “Dudo mucho, que en su tiempo hubiese otro hombre  que pudiera igualarle con una pistola, en un duelo a vida o muerte”.

Era sobrio y serio, poco hablador, cortés, impulsivamente generoso y tremendamente fiel a sus amigos. Pero el Whisky cambiaba por completo su carácter y embriagado se convertía en un hombre arrogante, belicoso y camorrista.

El peligro lo convertía en alguien frío y calculador. Cuando tenía 13 años, le disparó a otro chico por una discusión, después se batió a duelo con varios pistoleros en disputa por la propiedad de unos gansos.

Un día viajando en un tranvía, se ocasionó una pelea y arrojó del vehículo a un francés de nombre Emile de Tours, pero este buscó a Ben y lo desafió a un duelo, pero Ben puso las condiciones, exigiendo que entrasen en una habitación a oscuras y luchasen a muerte con cuchillos. 

Los asistentes al duelo los condujeron a una cámara frigorífica, la cerraron y los dejaron adentro. En tenso silencio, los padrinos y testigos esperaban el resultado de aquel inusitado duelo. Minutos después golpearon la puerta desde dentro y corrieron a abrirla. Ben Thompson con los ojos tapados aún, salió, dejando tras de sí, el cuerpo sin vida de su adversario.

En otra ocasión en un salón de juegos, un conocido jugador con reputación de asesino lo llamó tramposo y lo retó a duelo con pistolas, pero una vez que se disipó el humo, todos se acercaron a ver el cadáver de su retador.

Posteriormente  algunos indios comanches y kiowas en pié de guerra, entraron al poblado y raptaron a cinco muchachas, pero Ben se unió al grupo que salió en su rescate y una vez localizados los indios, sus compañeros  observaron como los certeros disparos a larga distancia accionados por Ben, lograron descabalgar a cada uno de los raptores, menos uno que huyó despavorido. 

Las muchachas fueron rescatadas.

En Austin Texas, fue elegido por la comunidad como Marshall  y curiosamente fue muy bueno porque mermó la tasa de homicidios, pero su mandato fue corto, porque en el verano siguiente tuvo que renunciar al haber tenido que asesinar a un viejo enemigo, el Señor Jack Harris, propietario de unos de los clubes de juego más famosos de la época, en esa región.

Se había iniciado un intercambio de insultos entre ambos y Harris apuntó su rifle hacia Ben, pero este último, rápido como siempre, le propinó dos balazos, sin haberle dado la oportunidad siquiera de apretar el gatillo. 

Pero el 11 de marzo de 1884, un socio del finado Harris de nombre Jóe Foster, le había dicho a la Policía local, que si Thompson volvía a pisar el negocio, no respondería por su vida y así fue, esa fatídica tarde, presionado por algunos pobladores, hicieron que Ben concurriera  al establecimiento, fue entonces, cuando  Jóe  sin mediar palabra le descargó varios cartuchos de su rifle, causándole la muerte. 

Los ciudadanos de Austin le ofrendaron una majestuosa despedida, se desbordó la capacidad de la Iglesia y  las polvorosas calles se llenaron  de admiradores, que querían rendirle un último tributo.

Este fue el fin, del implacable matador de hombres.

Otro despiadado pistolero famoso fue Clay Allison que el 7 de Enero de 1875 mató en un restaurante de Nuevo México a Chunk Colbert, otro bandido con quien mantenía una vieja enemistad.

Cuando le preguntaron porque cenaba con un enemigo que tenía intenciones de matarlo, contestó tranquilamente, “Porque no me gusta mandar a nadie al infierno con el estómago vacío”.

El escritor Gregorio Doval, que ha investigado tanto sobre el oeste americano, fue quien me inspiró para escribir esto, además relata en sus libros con lujo de detalles, las balaceras ocurridas en “El Álamo” y el pueblo de “Tombstone”, historias reales, que han sido llevadas a la pantalla grande.

En esa época, las leyendas, que muchos de  estos hombres al igual que los indios, dejaron para la posteridad, fueron grandemente estimulantes  y dignas de contar.

Abelardo Giraldo. 04/15/13.